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LA MANO DE SAN PEDRO

El guía fue dando la vuelta a la catedral, mostrándonos los fondos de su pozo de erudición: sabía el año de inicio y terminación de la iglesia, quienes habían sido sus maestros de obras, el gran avance técnico que para la época habia supuesto la construcción de aquella enorme cúpula, cuando se había consagrado la campana mayor dedicada a san Miguel, dónde estaba la cantera de la que habian traído aquella piedra caliza tan maleable y tan conveniente a la magnífica portada, muestra clara del llamado estilo plateresco por parecer obra de orfebres y otras tantas cosas.
Antes de entrar en la iglesia hizo otra parada para explicarnos la galería de apóstoles que, seis a cada lado, flanqueaban la entrada principal del templo, haciendo hincapié en San Pablo y San Pedro que, como soldados de guardia vigilaban la puerta. Desgraciadamente no podían verse sus atributos, dijo, y cuando dijo esto hubo algunas risitas pícaras. Inmediatamente precisó que con “sus atributos” se refería, claro, a los elementos simbólicos por los que se identifica cada apóstol, en el caso de San Pedro, las llaves y en el de San pablo, la larga espada con la que fue decapitado. Aquellos elementos se habían perdido ya que durante la guerra civil, la iglesia fue asaltada y algunas estatuas sufrieron graves daños.

­ Y ahora pasen y podrán contemplar el maravilloso retablo barroco dedicado a los gozos de la Virgen María.

Fuimos pasando, en tropel y, maravilla de maravillas, nadie vio al apóstol San Pedro en carne y hueso, apostado junto a la puerta, quizá porque se ocultaba bajo una capucha y no agitaba sus grandes llaves. Y tampoco nadie vio a aquellos niños gitanos de Rumanía, apóstoles de la pobreza que mostraban en sus ojos oscuros el hambre, la determinación por la supervivencia, la rapidez en la huida. Incluso la madre llevaba aquellos colores con los que se solía representar a la virgen: el azul y ese rojo rosáceo tan característico de las pinturas del renacimiento. Pero nadie la vio; nadie los vio, porque no venían en las guías, ni en los libros de arte, y sus manos cayeron vacías, con una pesadez de piedra, como si se las hubieran cortado. Y volvieron a refugiarse allí, en aquel rincón bajo la protección de la mano inexistente de San Pedro.

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