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F E B R E R O


La Calle del Miedo

El Miedo es una calle de mi pueblo.
Es la primera que hicieron, después pusieron la plaza, el parque, el frontón y el cementerio.
Pero la primera fue la del Miedo
Si no la hubieran hecho se llegaría directamente al cementerio y al parque.
La calle del miedo es larga, la más larga.
Yo la hubiera hecho más corta para llegar al parque y más larga para llegar al cementerio.
Pero, como dice mi abuela:
Es lo que hay.

A Tía María

Era un pasillo larguísimo. De noche lo era. De la sala de estar, en un extremo, a la derecha, salía el rumor de la televisión y la luz amarilla que apenas iluminaba el espejo y la mesa del teléfono. A medida que avanzaba hacia el otro extremo mis pasos se iban haciendo más lentos. Más cortos también. Tocar la pared y volver. No hay nada. Tocar y volver. Frente a mí, la oscuridad sin límite. 


No recuerdo si lo conseguí alguna vez.

confesión

Hoy que partes en ese autobús viejo después de intensas horas de lluvia, la pared se tiñe con extrañas letras negras. Se pinta lenta y amenazadora sin dejarme ver más que la sombra de dedos sigilosos que se alejan raudos.
Después de las risas y cuando aun estoy sintiendo tus pasos en la cocina y en el jardín, esas letras monstruo se convierten en mis carceleras. Y tanto miedo ronda, tanto, imperfectísima soy incapaz de todo. Tiemblo adrede para comprobar que existo…

EL MIEDO I

Toda la vida con miedo, el miedo. Miedo al coco y al hombre del saco, miedo a los desconocidos: “nunca aceptes un caramelo de un extraño”, “jamás subas a un coche con un desconocido”, miedo. Miedo a lo oscuro, el mamón de su hermano. Miedo a los exámenes, todavía recuerda los terribles retortijones, miedo a no ser suficientemente buena, a no estar suficientemente buena, miedo. Miedo al sexo, miedo a no ser lo bastante progre, lo bastante liberada, miedo. Miedo al primer trabajo, y al último; miedo a no “estar a la altura”, que altura ni que cojones. Miedo a quedarse para vestir santos, miedo a la mirada perdida de su marido, miedo. Miedo a que el niño salga mal, miedo a que le hagan daño, a que sufra. Miedo a la otra, a las otras. Miedo a quedarse sola, a seguir así toda la vida, miedo. Miedo a que nadie la quiera. Todo el miedo.

Había pasado tanto miedo en su vida, había estado tan rodeada de miedos, que pensó que ya nada podría afectarla, que por vivir en un piso barato en la calle del miedo no podria sucederle nada peor a lo que llevaba hasta ahora. Y acertó. Vivir en “el miedo” fue como un conjuro. Se liberó de todos los miedos, de toda la mierda que la rodeaba y ahora es una mujer feliz, confiada, que está de miedo.

EL MIEDO II

En realidad la calle habría de haberse llamado la calle del Medio, justo por eso, porque estaba en medio del pueblo; pero se les ocurrió encargarle que pusiera el rótulo al único albañil disléxico de toda la provincia, o al más cachondo, vaya usté a saber. El caso es que casi nadie se dio cuenta al principio, porque uno tiende a leer lo que cree que pone y no lo que en realidad pone. Para cuando alguien se dio cuenta y se corrió la voz, la gente no daba crédito, pensaban que les tomaban el pelo; y cuando lo comprobaban in situ, por si mismos, meneaban la cabeza y reían por debajo de la nariz. ¡cómo hemos podido ser tan burros!

Nadie sabe si fue por desidia o por sorna, pero el caso es que allí sigue, la calle del Miedo, justo en medio del pueblo. 

Calle del miedo


Entro en la calle del miedo por casualidad, atraído por el olor a cementerio, tenue, inexplicable de momento, que me pica en la nariz cuando miro los escaparates mal iluminados de juguetes antiguos (trenes de latón, muñecas de porcelana, peonzas, motos de cuerda...). Todavía estoy en la calle del suspense, paso de largo un garito cerrado con un enorme letrero encima que dice:
LA ROSA DE LOS VIENTOS,
Flamenco y estrictis to los día
Havierto asta el amaneze”

Pero son las doce del mediodía y seguramente abren cuando empiece a caer la tarde.

Justo a la izquierda, en la acera de enfrente, se abre la calle del miedo. Cuando la miro comprendo por qué ese olor: la calle está llena de macetas con claveles y rejas repletas de crisantemos que junto con la cal blanca de las paredes hacen una perfecta estampa de pueblecito andaluz.

Es una calle no muy larga que desemboca al fondo en una plaza. Cuando entro en ella, no puedo evitar fijarme en que todas las puertas están cerradas a cal y canto y La casa de Bernarda Alba hace que en la imaginación se sientan tras las paredes mujeres de luto riguroso con rencores de siglos guardados en las enaguas.

A la puerta cerrada de una de esas casas, en una silla de nea verde con las flores desgastadas por la interperie yace un muñeco de trapo sucio, muy sucio, con un descosido por el que se le salen a retales las tripas. Tal vez en alguna foto amarillenta una niña con largas trenzas negras y vestido blanco de punto inglés lo abrace recién estrenado.

El cable del teléfono atraviesa la estrecha calle y dos grajos me miran con interés, intrigados de ver movimiento en este cuadro de pintor costrumbrista. Yo no me atrevo a mirar más arriba, a ese cielo limpio, intensamente azul donde espero que los buitres no estén trazando círculos premonitorios.

Paso de largo un callejón estrecho y siniestro que se revuelve enseguida llamado Hijuela del quejío, decido a llegar cuanto antes a la plaza, aumentando el ritmo de mis pasos que resuenan en los adoquines, aunque parece que sólo los escucho yo.

La plaza es pequeña, recogida, con una tarima que espera un grupo para la verbena nocturna (Esta noche Zombies Punkies), pero a mi se me figura un patíbulo y veo hombres empalmados balanceándose en la horca y una enorme hacha oxidada en un tronco viejo y seco que no puedo evitar oír toser. Los cráneos regados por la plaza me sonríen dándome la bienvenida. Cubos de sangre se reparten en las esquinas del escenario para dar de comer a unas moscas verdes, gordas y consentidas. Leo los azulejos: Plazuela del terror.

Una mano se posa en mi hombro desde atrás. No puedo evitar la sensación de caída al abismo de lo inexplicable que se abre a mis pies.


  • Zeñó, está usté bien. Ziéntase en la zilla un momento que está usté mu blanco, ze le habrá bajao la tenzión. Le viá traé una copita de manzanilla.
El camarero viejo, delgado, que oculta el temblor de sus manos bajo la servilleta del brazo y agarrando la bandeja, desaparece arrastrando los pies por la puerta del bar y me deja sentado en la terraza. Yo vuelvo a mirar la plazuela, a oler a cementerio y me digo: tengo que dejar de ponerme unas gotas de ácido lisérgico en el café del desayuno.