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Calle del miedo


Entro en la calle del miedo por casualidad, atraído por el olor a cementerio, tenue, inexplicable de momento, que me pica en la nariz cuando miro los escaparates mal iluminados de juguetes antiguos (trenes de latón, muñecas de porcelana, peonzas, motos de cuerda...). Todavía estoy en la calle del suspense, paso de largo un garito cerrado con un enorme letrero encima que dice:
LA ROSA DE LOS VIENTOS,
Flamenco y estrictis to los día
Havierto asta el amaneze”

Pero son las doce del mediodía y seguramente abren cuando empiece a caer la tarde.

Justo a la izquierda, en la acera de enfrente, se abre la calle del miedo. Cuando la miro comprendo por qué ese olor: la calle está llena de macetas con claveles y rejas repletas de crisantemos que junto con la cal blanca de las paredes hacen una perfecta estampa de pueblecito andaluz.

Es una calle no muy larga que desemboca al fondo en una plaza. Cuando entro en ella, no puedo evitar fijarme en que todas las puertas están cerradas a cal y canto y La casa de Bernarda Alba hace que en la imaginación se sientan tras las paredes mujeres de luto riguroso con rencores de siglos guardados en las enaguas.

A la puerta cerrada de una de esas casas, en una silla de nea verde con las flores desgastadas por la interperie yace un muñeco de trapo sucio, muy sucio, con un descosido por el que se le salen a retales las tripas. Tal vez en alguna foto amarillenta una niña con largas trenzas negras y vestido blanco de punto inglés lo abrace recién estrenado.

El cable del teléfono atraviesa la estrecha calle y dos grajos me miran con interés, intrigados de ver movimiento en este cuadro de pintor costrumbrista. Yo no me atrevo a mirar más arriba, a ese cielo limpio, intensamente azul donde espero que los buitres no estén trazando círculos premonitorios.

Paso de largo un callejón estrecho y siniestro que se revuelve enseguida llamado Hijuela del quejío, decido a llegar cuanto antes a la plaza, aumentando el ritmo de mis pasos que resuenan en los adoquines, aunque parece que sólo los escucho yo.

La plaza es pequeña, recogida, con una tarima que espera un grupo para la verbena nocturna (Esta noche Zombies Punkies), pero a mi se me figura un patíbulo y veo hombres empalmados balanceándose en la horca y una enorme hacha oxidada en un tronco viejo y seco que no puedo evitar oír toser. Los cráneos regados por la plaza me sonríen dándome la bienvenida. Cubos de sangre se reparten en las esquinas del escenario para dar de comer a unas moscas verdes, gordas y consentidas. Leo los azulejos: Plazuela del terror.

Una mano se posa en mi hombro desde atrás. No puedo evitar la sensación de caída al abismo de lo inexplicable que se abre a mis pies.


  • Zeñó, está usté bien. Ziéntase en la zilla un momento que está usté mu blanco, ze le habrá bajao la tenzión. Le viá traé una copita de manzanilla.
El camarero viejo, delgado, que oculta el temblor de sus manos bajo la servilleta del brazo y agarrando la bandeja, desaparece arrastrando los pies por la puerta del bar y me deja sentado en la terraza. Yo vuelvo a mirar la plazuela, a oler a cementerio y me digo: tengo que dejar de ponerme unas gotas de ácido lisérgico en el café del desayuno.

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