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foto de Patricia Mcgill

Dos más siete

Hugo guardó el caramelo que le regaló Susana en el bolsillo de su pantalón verde.
Después de siete horas de juegos del caramelo brotó un corazón de papel.
Lo guardó bajo su almohada y tras siete días de risas y secretos, 
del corazón brotó una flor.
Creció y creció, y después de siete semanas de aventuras y verano, 
en árbol se convirtió.
Se hizo alto y robusto durante siete meses de amistad.
Tras siete años dando verdor, refugio y sombra del árbol brotó una casa.
En ella viven Hugo y Susana.
 
Y dicen que todo aquel en ella entra, siente que en su pecho brota la esperanza.

Pedrito, Pedro, Don Pedro.

Cuando todos jugábamos en la plaza del pueblo, Pedrito siempre tenía que ganar, no sabíamos cómo lo conseguía, pero con su pelo pegado a la cara y sus pantalones cortos, lograba siempre quedar por encima de todos. Y cuando parábamos el juego un momento, se acercaba a los más canijos y nos daba capones con su barbilla, mientras nos miraba con esa sonrisa inquietante. Algunos creíamos que cualquier día, lograría hacernos un agujero en la cabeza y nuestro cerebro se esparciría como la lava, por las calles de pueblo.

En el momento que supo que ya no crecería más, Pedro se fue un día a la capital, y volvió más alto. Había encargado unos zapatos con alzas, de esa manera podía seguir mirando a todo el pueblo por encima del hombro. Afortunadamente ya no nos daba capones con la barbilla, pero aún así, nadie se atrevió nunca a decirle nada de sus zapatos.

Don Pedro se paseaba por el pueblo como un pavo real, cada vez con la barbilla más alta, apuntando al cielo. Se enfureció cuando, por ordenanza municipal, le impidieron construir su casa más alta que las demás. Después de construida su casa, todos pensamos que por fin habíamos ganado la batalla.

La ilusión acabó una mañana de domingo. Todo el pueblo se dirigía hacia la iglesia, y alguien escuchó una voz que venía desde el cielo. Poco a poco nos agolpamos todos allí, frente a la casa de Don Pedro, nadie decía nada, todos mirando al cielo, pero sin verlo, porque en mitad del recorrido nos encontramos a Don Pedro, subido sobre una rama que salía por las paredes de su casa, más gordo que nunca, con la barbilla que se le salía de la cabeza. Cuando tuvo a todo el pueblo bajo su mirada, gritó “Ahora veo lo insignificantes que sois todos”, y soltó una gran carcajada, que se ahogó por otro sonido mucho más seco. La rama cedió. En un momento la dirección de nuestras miradas cambió de lo más alto a lo más bajo.

Desde entonces, todos los domingos el pueblo entero se reúne para mirar con la cabeza bien alta a Don Pedro, Pedro, Pedrito.

UNA HIGUERA JOVEN


En la cima de mi casa hay una higuera.
Para coger los higos subimos al tejado,
nos los comemos allí también.
Saben a cal y a altura.
No los lavamos ni nada porque ya los limpia el cielo,
que está bastante cerca  porque vivimos en un séptimo.
El ascensor debería subir hasta la higuera,
pero solo sube hasta el sexto,
luego hay que subir un piso andando,
después sales al balcón,
trepas al tejado y llegas al jardín.
Aunque solo hay una higuera, es un jardín.
Nadie lo riega, bueno sí, el cielo, que está cerca.
Es una higuera joven,
Y así me siento yo desde que da higos
Los vecinos de enfrente nos miran raro
“Una vieja y un viejo que trepan al tejado,
después se sientan arriba y se quedan al sol ,comiendo higos
A veces se besan y cantan coplas…”
Los vecinos suelen ser así, de hablar…
Pero yo me quito unos años cuando subo al tejado,
Si miro abajo, el barrio hormiguea
Si miro arriba, el cielo se me acerca.
Eso me canta él, mi viejo querido:
¡Se nos acerca el cielo, cielo!.
Y yo le miro dulce y me como un higo más aun,
que sabe a cal y a vértigo.

MADUREZ

Cansada de ser mecida por los vientos, se dejó caer en cuanto pudo. Lo hizo sobre un balcón en una tarde de tormenta, cayó rodando hasta un huequito y pensó que después de tanto viaje ya era hora de echar raíces.

CASA

La puerta se cierra tras de ti. En el recibidor una alfombra de musgo amortigua tus pasos y un árbol de ramas peladas tiende una para que cuelgues el abrigo. No lo vas a necesitar. Frente a ti ves una puerta. Oyes aleteos, cuerpos que se frotan contra los cimientos, tienes la sensación de que al otro lado reptan, vuelan, trepan, miran, criaturas que no deberían estar allí. Aun así aceptas la invitación muda de la rama. Has sentido ya el calor pegajoso y sofocante. Mientras te quitas el abrigo, otra sensación extraña te llega. La casa es fértil, piensas. Como si pudieras percibir el rumor de un crecimiento constante, incansable.

La puerta que hay frente a ti se entreabre. Se cierra la que, a tu espalda, te ofrecía una salida. Das unos pasos. Todo está quieto. Hay un silencio nuevo. Tan perturbador como los extraños sonidos de antes. Es un silencio expectante. Y sientes que la casa se cierne sobre ti, y se tensa como un animal para mirarte. Impulsada por algo que no es sino la curiosidad que obligó a Eva a morder el fruto, traspasas el umbral de la puerta entreabierta.

Todo lo presentido se vuelve cierto. Ves árboles inmensos como catedrales. Respiras humedad. Vago, se escucha a lo lejos el terco canto de una corriente de agua. Oyes el zumbido de los mosquitos y ves aparecer ante tus ojos una mariposa grande como una mano, que caligrafía entre las plantas un mensaje incomprensible. Estás en la selva. Te envuelve una maraña vegetal. Ahora sabes por qué un árbol rompía la fachada y salía a la calle. Lo que no sabes aun es por qué lo sentiste implorando y a qué silencioso ruego atendiste. Había algo de brazo o mano extendida que despertó tu interés. Diste unas vueltas por la calle y alrededor de la casa. Llamaste a la puerta. La puerta se abrió. Eso fue todo. Y por eso estás ahora ahí, siguiendo el vuelo de una mariposa mientras la selva te rodea, casi se podría decir que te traga.

Ya no ves ni muros, ni puertas, ni ventanas. La casa es el mundo. Estás en un laberinto vegetal y te llamas Ariadna. No tienes ovillo. No hay a tu lado ningún Teseo. Hay una mariposa, igual que hubo un árbol. Llamaron. Respondiste. Piensas que quizá no haya Minotauro que temer, y te internas para siempre en el misterio.

ENSEÑA

…y aquí pueden ver ustedes el balcón del Ayuntamiento. Como podrán comprobar, la bandera no ondea como constitucionalmente está mandado, pero desde que el asta arraigó y empezó a dar hojas, el alcalde decidió arriarla y cambiar el símbolo que nos representaba. No es mal trueque, verde vivo por un trapo de colores, ¿eh? Es lo que tiene esta tierra, que es lluviosa pero muy fértil. Pasen por ese todoterreno y les irán repartiendo cantimploras y machetes, que vamos a ir a visitar el Jardín Municipal.
***
Manolo Shamán

VIDA TREMENDA

¡Qué ímpetu! Un capazo de cemento, unos ladrillos tirados, yeso, una pala, un albañil despistado pensando en su novia, apurando la fruta de su almuerzo, un güito lanzado al aire, certera parábola.

Han pasado los años, ahora esa semilla es un árbol impensable. No puedo resistirme. Ya tengo más ladrillos debajo, esperando que caiga sobre ellos la fruta madura. Preñaré de árboles todas las alturas.

LA SELVA

Tarzán ha salido de su depresión. Envejeció junto a Jane en aquel barrio de la periferia. Ella ha perdido su cintura y ha criado bellas arruguitas en torno a los ojos. Él perdió un poco de pelo. Pero ya no suspira y resopla por los rincones. Tiene un proyecto de selva bajo el balcón. Saldrán volando de aquel apartamento, semidesnudos y a grito pelado, en cuanto crezca un poco más.

SOLO ERA UNA BROMA

Carla hizo guacamole. Se había traído consigo unas frutas que nunca habíamos visto, las peló, les sacó una pepita enorme, machacó la pulpa, una especie de manteca verdosa y mientras lo preparaba nos contó que en México se tomaba muy picante, pero que para nosotros lo iba a hacer suavecito. Le pedimos que nos regalara las semillas, y ella nos las entregó. Una para María y la otra para mí.


Dos días después volvíamos a casa. Papá en el coche esperando a que subiéramos.


- ¡ Venga, pesados, que no quiero pillar caravana!


Entonces María empezó a llorar. No encontraba su semilla.


Estuvo lloriqueando todo el camino, hasta que mi padre se cansó y la amenazó con parar y pegarle unos azotes.


-Para que llores por algo.


Yo miraba por la ventana sonriendo. Mi semilla en la mano. Suave y cálida.


La de María la había escondido tan bien que jamás nadie iba a encontrarla.

DULCE ARRECIFE


Eso es imposible -decía el chopo desde el borde del río- ¿cómo van a hacer un muro de montaña a montaña?

A mí me cuesta creerlo tarmbién -apoyaba el joven abedul.

En mi vida había oído cosa igual -seguía uno de los más antiguos, un olivo plantado por un romano- pero claro, he visto tantas cosas que hace tiempo que no digo “eso es imposible”.

¿Entonces, si no es verdad por qué llora el ficus? -interrumpió el baladre. El ficus era inmenso. Tenía casi once metros de altura y encima estaba plantado en la plaza de la iglesia. En lo alto del pueblo.

Le da pena ver el pueblo vacío -contestaron los rosales.

A nosotros también -dijo un sauce y rompió a llorar.

Y mientras la conversación seguía tratando de encontrar una razón por la que los habitantes se hubieran marchado hacía ya dos semanas llevándose casi todo, una chuflera joven, medio loca, se encaramó a un balcón y oteó el horizonte.

Es verdad -gritó desde lo alto-. Lo veo, es verdad. Está allí.

Allá, no muy lejos estaba; Un muro inmenso unía la ladera de una montaña con la ladera de la otra, tanto que tapaba el ocultar del sol.

O sea que sí, era verdad: iban a inundar el pueblo.

El silencio ya lo hizo desde ese instante, horas antes de que llegara el agua. Y, por la noche, mientras el río desbordaba ya sus orillas, se oían sollozos vegetales por todas las calles.

Todos lloraban mientras florecían por última vez para despedirse.

Todos menos el laurel, que andaba intentando desprenderse de sus hojas para convertirse en coral.

ESPERA

Mi abuelo no regresó. Ella lo sabía y aún así, salía cada tarde a esperarle donde le había esperado siempre en su vida de casados. Casi toda la vida, en el mismo rinconcito del balcón. De esto hace ya siete años. Hoy mi abuela murió, pero ahí, en su rinconcito, queda el fruto de tanta constancia y tanta tristeza.

ASFALTO

La calle del lavadero era una de las más antiguas del pueblo. Hay gente que dice que el pueblo empezó por ahí. Aún así siempre había estado sin asfaltar.

La antigua corporación no la había asfaltado. A pesar de que el grupo de la oposición opinaba que aquello era producto de la desidia y el abandono, ellos opinaban como la mayoría. Consideraban que era un producto de la nostalgia y con el apoyo del vecindario de la calle, determinaron mantenerla de tierra. Eso sí, plantaron dos largas hileras paralelas de Schefflera actinophylla, las chelferas de toda la vida. Una por cada casa.

Una de las primeras decisiones del nuevo equipo de gobierno local fue asfaltar la dichosa calle. Para ello, sin contemplaciones, optaron por talar los árboles. No era necesario. Realmente, su transplante era sencillo dada su juventud, pero plantarlos había sido idea de los otros.

En una tarde los talaron casi todos. A la mañana siguiente, uno de ellos, aterrorizado, amaneció agarrado a la cornisa más alta y cercana que quedaba a su alcance.

CUESTIÓN DE PRIORIDADES

Era una cuestión de prioridades, ahí estaba el quid. O quizá más que de prioridades fuese de quien había llegado primero, el árbol o la casa, la semilla o el ladrillo. Él, con su espiritu práctico, tomó partido por el cemento y se había empleado a fondo en la tarea de eliminar aquella remora estúpida que no dejaba avanzar las obras, cortándolo al ras, y cuando volvió a aparecer, sacando hasta las raíces. Ella, con su espíritu soñador, había tomado partido por aquel ser vivo, y, a escondidas hacía pequeños orificios o golpeaba el suelo hasta hacer mínimas grietas, en el lugar en que sabía que latía la vida, después las remojaba con agua de lluvia. El árbol, tenaz, aprisionado bajo el cemento, respondía a aquel amor escapando, brotando por aquellas rendijas, con una alegría y un verdor milagrosos. Aquello no podía seguir así, y hubo que pactar, llegar a acuerdos. Todos salieron ganando, y la que más, la casa, que enamorada, sentía el cosquilleo de aquel torrente de vida atravesando sus muros.

Era previsible

Era previsible que creciera un árbol en el balcón. Cuántas veces le dijimos a la abuela Teresa que no tirase las migas de pan del mantel en el balcón y cuántas veces hizo oídos sordos y dejó caer no solo migas sino también pequeños restos de fruta que sobraban del postre. Fuimos testigos de cómo por las noches, cuando creía que todos dormíamos, sacudía el mantel en el balcón para alimentar a las hormigas. Decía que a las trabajadoras había que sobrealimentarlas, que demasiado esfuerzo era llevar a sus espaldas una carga más grande que ellas mismas. Pero lo que consiguió fue abonar el cemento.

Cuántas veces le dijimos “no tires las migas al balcón, abuela, que va a crecer un árbol”. Yo creo que pensaba que eso de que creciera un árbol en el cemento era una leyenda urbana. Pero lo cierto es que en un año creció un pino-balcunotus. Uno de esos pinos raros que crecen en los balcones. El alcalde, impresionado, declaró al pino-balcunotus de interés turístico. Y ya no pudimos cortar el maldito árbol. Lo peor no es que ya no podamos tender en el balcón, o que sus ramas hayan crecido tanto que tamizan la luz; lo peor es que ahora la abuela Teresa tira las migas al tejado y si sigue así nos crecerá una palmera-tejanotus.

Sin título

Yo no quería, se lo juro que no quería, me habría gustado ser discreto, pasar desapercibido, pero qué quieren, lo llevo en la savia, mi padre era funambulista y mi madre trabajó en una compañía de baile; de hecho, mamá acabó en manos del hacha por exhibicionista. La savia tira mucho y aquí me tienen. Qué lo vamos a hacer.