Eso es imposible -decía el chopo desde el borde del río- ¿cómo van a hacer un muro de montaña a montaña?
A mí me cuesta creerlo tarmbién -apoyaba el joven abedul.
En mi vida había oído cosa igual -seguía uno de los más antiguos, un olivo plantado por un romano- pero claro, he visto tantas cosas que hace tiempo que no digo “eso es imposible”.
¿Entonces, si no es verdad por qué llora el ficus? -interrumpió el baladre. El ficus era inmenso. Tenía casi once metros de altura y encima estaba plantado en la plaza de la iglesia. En lo alto del pueblo.
Le da pena ver el pueblo vacío -contestaron los rosales.
A nosotros también -dijo un sauce y rompió a llorar.
Y mientras la conversación seguía tratando de encontrar una razón por la que los habitantes se hubieran marchado hacía ya dos semanas llevándose casi todo, una chuflera joven, medio loca, se encaramó a un balcón y oteó el horizonte.
Es verdad -gritó desde lo alto-. Lo veo, es verdad. Está allí.
Allá, no muy lejos estaba; Un muro inmenso unía la ladera de una montaña con la ladera de la otra, tanto que tapaba el ocultar del sol.
O sea que sí, era verdad: iban a inundar el pueblo.
El silencio ya lo hizo desde ese instante, horas antes de que llegara el agua. Y, por la noche, mientras el río desbordaba ya sus orillas, se oían sollozos vegetales por todas las calles.
Todos lloraban mientras florecían por última vez para despedirse.
Todos menos el laurel, que andaba intentando desprenderse de sus hojas para convertirse en coral.
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