Carla hizo guacamole. Se había traído consigo unas frutas que nunca habíamos visto, las peló, les sacó una pepita enorme, machacó la pulpa, una especie de manteca verdosa y mientras lo preparaba nos contó que en México se tomaba muy picante, pero que para nosotros lo iba a hacer suavecito. Le pedimos que nos regalara las semillas, y ella nos las entregó. Una para María y la otra para mí.
Dos días después volvíamos a casa. Papá en el coche esperando a que subiéramos.
- ¡ Venga, pesados, que no quiero pillar caravana!
Entonces María empezó a llorar. No encontraba su semilla.
Estuvo lloriqueando todo el camino, hasta que mi padre se cansó y la amenazó con parar y pegarle unos azotes.
-Para que llores por algo.
Yo miraba por la ventana sonriendo. Mi semilla en la mano. Suave y cálida.
La de María la había escondido tan bien que jamás nadie iba a encontrarla.
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