La puerta se cierra tras de ti. En el recibidor una alfombra de musgo amortigua tus pasos y un árbol de ramas peladas tiende una para que cuelgues el abrigo. No lo vas a necesitar. Frente a ti ves una puerta. Oyes aleteos, cuerpos que se frotan contra los cimientos, tienes la sensación de que al otro lado reptan, vuelan, trepan, miran, criaturas que no deberían estar allí. Aun así aceptas la invitación muda de la rama. Has sentido ya el calor pegajoso y sofocante. Mientras te quitas el abrigo, otra sensación extraña te llega. La casa es fértil, piensas. Como si pudieras percibir el rumor de un crecimiento constante, incansable.
La puerta que hay frente a ti se entreabre. Se cierra la que, a tu espalda, te ofrecía una salida. Das unos pasos. Todo está quieto. Hay un silencio nuevo. Tan perturbador como los extraños sonidos de antes. Es un silencio expectante. Y sientes que la casa se cierne sobre ti, y se tensa como un animal para mirarte. Impulsada por algo que no es sino la curiosidad que obligó a Eva a morder el fruto, traspasas el umbral de la puerta entreabierta.
Todo lo presentido se vuelve cierto. Ves árboles inmensos como catedrales. Respiras humedad. Vago, se escucha a lo lejos el terco canto de una corriente de agua. Oyes el zumbido de los mosquitos y ves aparecer ante tus ojos una mariposa grande como una mano, que caligrafía entre las plantas un mensaje incomprensible. Estás en la selva. Te envuelve una maraña vegetal. Ahora sabes por qué un árbol rompía la fachada y salía a la calle. Lo que no sabes aun es por qué lo sentiste implorando y a qué silencioso ruego atendiste. Había algo de brazo o mano extendida que despertó tu interés. Diste unas vueltas por la calle y alrededor de la casa. Llamaste a la puerta. La puerta se abrió. Eso fue todo. Y por eso estás ahora ahí, siguiendo el vuelo de una mariposa mientras la selva te rodea, casi se podría decir que te traga.
Ya no ves ni muros, ni puertas, ni ventanas. La casa es el mundo. Estás en un laberinto vegetal y te llamas Ariadna. No tienes ovillo. No hay a tu lado ningún Teseo. Hay una mariposa, igual que hubo un árbol. Llamaron. Respondiste. Piensas que quizá no haya Minotauro que temer, y te internas para siempre en el misterio.
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