- “Lo que usted quiera, Don Cosme, pero tiene que reconocer que espantar grajos y palomas no es lo mismo”
- “Bueno, de acuerdo, Sebastián, lo mismo-lo mismo no es, pero también requiere de su poca de malicia y aguzar el ingenio.”
- “Ya, Don Cosme, pero a usted no se le ocurrió. Fue el maestro organista quien propuso lo del espantapobres.”
- “Y bien que funciona, ¿eh?”
- “Hay que reconocerlo, Don Marcial. A la que divisan al monigote de la capucha, se retraen y se van a otra parte con la monserga. Esto, antes, era el patio de Monipodio... Como si la iglesia fuera la ONU esa, o el Ministerio de Asuntos Sociales.”
Y digo sin las debidas precauciones porque el camarero más viejo de “Los piononos” se ha enterado de todo lo dicho. Cenetista veterano, de la quinta del biberón, y del que se cuenta que hizo la guerra con Durruti, “El Cerrojo”se limpia el culo con la Ley de la Memoria Histérica (sic) y sostiene ante todo el que se deje que yo me acuerdo de todo y llevo muy bien mis cuentas, y no me voy de este mundo sin ajustarlas. Ahora comprende lo del menda del chubasquero, ahí sentado todo el santo día sin acomodar siquiera el culo. Y ha decidido actuar.
Por lo pronto, la próxima ronda va con sorpresa. Tiene el purgante desde hace muchísimo tiempo y siempre le dio nosequé usarlo. Ahora está más que decidido: si ha caducado, mejor. Pero además el café no está caliente: está atómico; y lo que son las huellas dactilares, se las van a dejar pegadas al vaso.
Después de echar la llave a las puertas de los servicios, sirve la ronda, cruza la calle y se fuma un cigarrito con el espantapobres, que no le ha querido coger el tabaco. Bueno, allá tú... Enfrente, los cuervos gritan, se lamen los dedos y se beben con mucho cuidado y grandes resoplidos el volcánico bebedizo.
-“Pero ¿qué hace ese réprobo, charlando con el muñeco?”
-“¿Ése? Ése nunca estuvo bien de la azotea, pero para mí que ya chochea, Sebastián.”
Aún no ha acabado el cigarro y ya están delante de la puerta del retrete, empujándose y tirando del pomo hasta quedárselo en la mano, pálidos como cirios, entre sudores fríos. Cuando pisa la colilla contra el suelo, ya sabe qué va a hacer con lo del espantapobres, pero eso no le corre ninguna prisa. Desde detrás de la barra, sin hacer caso ni de las quejas ni de las reconvenciones, cobra la cuenta y comprueba que la mierda de cura huele igual que la suya. A mierda de viejo. Y que la venganza, se tome fría o caliente, sabe casi igual que la justicia: a gloria bendita.
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