En la playa de mis veranos de pies pequeños, había una barca.
Estaba reposada en la arena. Era una barca vieja y azul clarito, con una franja blanca que le daba vuelta y en ambos lados de la proa, con trazos rojos, una palabra ilegible que yo descifré, queriendo que se llamara, Dulzura.
Tardes y mañanas gozosamente enteras las pasé subido a esa cubierta de tablas sinuosas y retuertas, poniéndome a prueba en cada empresa, donde la valentía, la libertad, la entrega, el miedo, la soledad, la utopía y la felicidad iban tomando su forma luchando contra los arpones que silbaban camino del lomo sangrante de las ballenas, o contra piratas malolientes y mellados que venían tozudamente dispuestos a arrebatarme mis pocos tesoros, o mis muchos amigos, o mi único amor: Lucía.
Su pelo negro, mas de una noche ondeó libre mientras el cielo quedaba salpicado de estrellas y del brillo de sus ojos. Contemplamos desde babor absortos y cogidos de la mano el parto natural de una ballena cantora. Disfrutamos de muchos, muchos atardeceres todos los que quise y pude y reímos cuando nos sorprendió una lluvia de peces voladores.
Lucía habitaba también en muchas de mis aventuras.
Algunas se extendían a más de un día y más allá de la barca, de la que tenía que bajar para esconder un tesoro que me había llevado toda la mañana robar, o para devolver a sus casas a los 187 niños que habían secuestrado en alta mar.
Y luché con olas de doce pies, y un pulpo de quince brazos de seis metros cada uno, que doné a un museo para su estudio y conservación, menos una pata que nos cenamos a la gallega toda la tripulación.
Así pasé mi infancia, veraneando de aventura en aventura subido a los sueños que vivían en una barca vieja y varada en la orilla de la playa de mis veranos de pies pequeños.
Contemplo en otra playa otra barca, más rota que Dulzura, más larga también.
Sin embargo esta imagen hoy no me resulta nada poética. La imagen de una barca en la playa me lleva bien cerca; para poder contemplar en primera linea la agonía larga y lenta de la inmigración ilegal.
En mis ocho veranos de aventuras nunca rescaté a nadie. En mis mares llenos de todo tipo de peligros, nunca se me puso a prueba ante la indiferencia.
Quizá el no haber jugado a imaginar, no me permita ahora saber reaccionar.
Quizá por ello, recordar me parezca tan irónico e insólito como que una barca llamada Dulzura, se dejara lamer eternamente por un mar de agua salada.
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