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ELLA LE VE


Un hombre camina. Arrastra un carro como quien arrastra el mundo entero. Pisa arena. Las olas rompen contra la orilla con ruidosa monotonía. El hombre apenas siente la humedad en la piel ni el olor a yodo y sal. Todo es costumbre mansa.
Pero ella le ve. Cada día.
Todos los días recorriendo el mismo camino.
Todos los días idénticos.
Quizá sólo ella perciba los levísimos cambios: en la profundidad de la huella en la arena, en la alegría del golpe del pie en el suelo, en el volumen del ronroneo con el que el hombre aligera el camino. Los días se parecen tanto unos a otros. Sólo el hombre, ella lo sabe, cada vez es distinto: hoy, alegre o triste o pensativo, mañana quién sabe, y siempre, cada vez más viejo.
Ella le ve. Le gusta ser testigo de sus pasos. Conoce la talla de su pie, la medida exacta de su paso, el peso de su piel y sus huesos, le sabe hasta la ropa y el parche nuevo en la llanta.
Ella le ve.
Le ve cada día arrastrando el carro lleno de algas. Le ve pasar a su lado.
Ella le ve y le llama.
Le acaricia tímida los pies casi desnudos.
Le hace señas de azul y espuma.
Ella, la mar, se sabe simplemente enamorada.

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