De entierro.
Los dos varones, de riguroso luto, estaban realmente destrozados por cargar con el peso del ataúd. Habían caminado durante horas por unas sendas lo suficientemente agrestes como para que al joven le hubieran flaqueado las piernas en más de una ocasión y el adulto se hubiera sentido morir.
Ahora les quedaba la parte más dura, una ascensión prácticamente vertical, así que habían decidido dejar el féretro en el suelo y descansar para, en principio, tratar de recuperar el resuello.
El camino había sido largo. Al peso de la caja, había que unirle el calor ambiental, el dolor de la pérdida y el silencio. Los dos llevaban caminando horas sin mediar palabra alguna.
El más joven sorprendió al adulto con una voz extremadamente delicada.
- Era realmente buena. Qué despedida tan bonita le han hecho.
- A veces la gente se emociona y habla de más -interrumpió el adulto.
- ¿Qué quieres decir? ¿A caso no estás de acuerdo con todo lo que se ha dicho de ella?
El adulto, secándose con mano el sudor de una cabeza de actitud resignada, miró hacia el suelo mientras con sus pies movía las piedrecitas del camino sin decir nada.
- Siempre estaba de humor, apreciaba todo lo que se le ofrecía, era agradecida y generosa, dicen que amaba por encima de todo y que siempre tenía disposición para cualquier cosa -dijo el joven vituperando sus palabras.
- Cualquier cosa que le apeteciera -apuntilló el mayor- no nos engañemos.
- Pero ¿por qué dices eso? ¡Mírame y dímelo!
El adulto entonces, levantó la cabeza y se volvió a secar la frente. Calmo y serio dijo
- Mira, la vida no es sólo saber pasarlo bien. No es solo disfrutar. No puede ser así porque el mundo no está montado para que todos podamos disfrutar igual. Así que no estaría bien que unos pocos sean solo los que disfruten a costa del resto.
Claro que estaba feliz; claro que estaba de buen humor. Era la reina de todos. Nuestra reina. Pero era una rata, incapaz de afrontar situaciones conflictivas, incapaz de mantener una mínima coherencia en sus actos, ni tan siquiera en sus palabras.
Es muy fácil sentarse a comer cuando la mesa está puesta. Es muy fácil ser generosa cuando sabes que a ti no te va a faltar de nada. Mira, es muy sencillo bailar mientras suena la música; dejar que el amor corra cuando todo resulta sencillo.
- Así somos muchos -espetó el joven.
-Sí, pero hay algo que tenemos todos nosotros y ella nunca tuvo. Algo más importante en la vida que el saber disfrutar. Más importante que la coherencia incluso y es el saber recomponerse.
Venga, -acercándose con la voz- a todos nos han roto en algún momento la loza que llevamos dentro, a todos nos han cortado el hilo de la cometa en nuestra mejor brisa. Y ¿qué? Lo importante es saber recomponerse. Ponerse a cantar cuando la música pare. Cantar para seguir bailando aunque nos duelan los pies. Todos los pies. Hay que saber recomponerse y luchar, aunque sea por uno mismo.
Eso ella no lo tenía. No lo toleraba. Ante el mínimo conflicto, huía, saltaba del barco. Por miedo, por falta de valor, por terror a perder, por orgullo, saltaba. Era una rata.
-¡No la vuelvas a llamar rata! ¡Era buena, generosa, agradecida! ¡Todos lo han dicho!
- ¿Todos? ¿Quiénes son todos? ¿Dónde están? Míranos. Estamos tú y yo. Solos. ¿Sabes dónde están los demás? ¿Crees que están llorando? Están allí, adorando a su nueva reina, que también será agradecida, bella, generosa, simpática... hasta que haya un problema, qué se yo, una inundación, un ataque de alguien, una escasez, cualquier problema y saltará la primera. Ni siquiera saltará. La sacarán. Hasta las ratas son mejores.
- ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Calla! Si piensas eso de ella ¿qué haces aquí? ¿Por qué has venido?
El adulto se retira y mira hacia el féretro.
- Yo era su sirviente más fiel. Su cuidador desde siempre. Al nacer, fui elegido para ella. Y según fue creciendo aprendí a amarla. Y así viví. Mi vida fue ella. Fui su amante. Fui su fecundador. Una y mil veces. Una y mil veces. Todas las noches. Todas las noches. Una y mil veces.
El joven se sienta en el ataúd y acaricia la ovalada tapa.
- Su fecundador...-el joven- Alguna vez me habló de ti -levanta la mirada hacia su compañero- en las tardes de otoño.
Qué ironías tiene la vida ¿verdad? Tú su amante predilecto, y yo su hijo preferido: Príncipe de la colonia. Y míranos, desterrados y con dolor.
Las dos hormigas se pusieron de pie y abrazadas dejaron que la tarde se apagara con sus sollozos. Después cargaron el féretro a hombros y en silencio, bajo la luz de las estrellas que caían, continuaron su camino.
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