La vieja, al leer la carta de detención que la acusaba de brujería, musitó ante la concurrencia un susurro, apenas un siseo. El alguacil se puso en guardia e intentó recuperar la nota escrita con esmero por el secretario del juez. Pero descubrió que las palabras se desprendían del papel y caían en su regazo. Se habían convertido en hormigas que pululaban por su brazo y se lanzaban a al suelo. Las hormigas se afanaron a crear nuevas frases, estas ininteligibles para todos menos para aquella mujer. Ella leía tirada en el suelo y se reía de Dios sabe qué herejías. Se llevaron a la vieja a la rastra y las hormigas desaparecieron, con ellas sus versos prohibidos. Sólo quedaron dos rezagadas que tiraban de una de sus compañeras, o algo parecido. En lo único que pudo convertirse una mancha del almuerzo del secretario, que no sabía decir nada ni moverse por si misma.
0 comentarios:
Publicar un comentario