Cada mañana, bien temprano, recorría la playa buscando los tesoros que escupía el mar. Él era capaz de reconocerlos al primer vistazo, y así, lo que para otro solo hubiera sido una triste caracola, un pedazo de madera lamido por las olas, o un simple coco venido de sabe dios que isla perdida, para él eran preciosos tesoros.
Los atesoraba en su cabaña, sobre cuyo dintel lucía rimbombante un pomposo título: “MUSEO DE LAS COSAS DEL MAR”. No siempre tenía suerte, a veces se iba de vacío a casa, el mar, mezquino, no había querido regalarle nada. En cambio otras, el mar era tan generoso, que suplía con creces las carencias de otros días. El mar era así, imprevisible. Una vez acabada su ronda por la playa, volvía a su cabaña, limpiaba y adecentaba el tesoro que hubiera encontrado y lo colocaba en un pequeño estante colgado de una de las paredes de su cabaña.
La cabaña no era muy grande, y a veces, conforme iban llegando nuevos tesoros, tenía que quitar alguno de los viejos y guardarlo en un arcón, nunca tirarlo, eso jamás. Después, durante el día, se dedicaba a tallar con una gubia un título en una pequeña tablilla de madera, y mientras pensaba y tallaba el título para aquel precioso objeto, iba tallando también la historia que le inventaría. Lo tocaba, lo olía, lo escuchaba en fin, y aquel tesoro le contaba su historia. Luego, por la noche, él mostraba orgulloso su reciente adquisición para el museo y contaba el cuento que aquel tesoro escondía. Los lugareños se acercaban cada noche a escuchar la nueva historia del viejo Manuel y le regalaban unas frutas, un plato de frijoles, alguna cerveza, unas monedas… lo suficiente para llevar una buena vida, aquella que él había elegido: la de buscador de tesoros.
Yo estuve una vez allá, (¿Qué importa cuando, que importa por qué?) aquel día el mar había sido generoso y le había regalado una mano de madera. Estaba un poco maltrecha, el tiempo, la sal, y algunos pequeños moluscos se había cebado con ella, pero a pesar de todo lucía hermosa y enigmática y tuve la suerte de escuchar su historia, la que la mano le contó a Manuel:
LA MANO
Hará cosa de unos doscientos años, un grumete irlandés llamado Ian Mac Farrell, que pertenecía a la tripulación de un barco inglés, tuvo la estúpida idea de meter la mano en el agua mientras su bote desembarcaba en el puerto de la Habana. Un tiburón se la llevó de un bocado.
Le hicieron un torniquete, le cortaron la hemorragia y lo llevaron a puerto. Allí, un médico español, curtido en diversas batallas, le curó la herida y le salvó la vida, pero le dijo que en una buena temporada no podría navegar.
Su barco zarpó, no podía esperar a que se recuperase y el muchacho se quedó allá, varado en el puerto de la Habana.
Cualquier otro, a miles de quilómetros de su hogar, sin nadie a quien recurrir y sin hablar ni una palabra de otra cosa que no fuese su inglés portuario, se hubiese hundido, pero aquel muchacho que lucía una cabellera tan roja como las de las mazorcas de maíz, era inteligente, simpático y despierto. Tenía la cara llena de pecas y tal desparpajo que en un periquete aprendió a hablar español con un acento súper gracioso y se hizo muy popular en el puerto. Se ganaba la vida llevando recados arriba y abajo y ayudando donde podía con su única mano.
Un día llegó un barco desde Sevilla; en él viajaba un escultor de imágenes religiosas. Venía con un San José de madera que le habían encargado desde la diócesis de san Cristóbal de la Habana para la capilla dedicada al santo.. Estaba sin pintar porque el escultor era muy meticuloso y pensaba que el aire del mar o los golpes podrían estropear su estatua en el viaje y quería pintarla al llegar a Cuba.
El muchacho cuando vio aquella imagen de san José, le miró las manos sin pintar, sobretodo la mano izquierda, que era la que a él le faltaba, y le pareció maravillosa.
Inmediatamente se ofreció a el escultor para trabajar con él de ayudante, pero este lo rechazó, necesitaba alguien que pudiese usar las dos manos. El muchacho se entristeció mucho, pero, a pesar de eso cada tarde iba a ver como pintaba la imagen.
Al cabo de una semana, el escultor, conmovido, lo contrató porque no había encontrado a nadie que machacara las tierras y mezclara los pigmentos.
Durante un mes el muchacho estuvo trabajando sin pedir nada a cambio, solo comida y un rincón donde dormir. Pero el escultor no era ciego y veía como miraba y como acariciaba delicadamente las manos de la imagen, sobretodo la izquierda.
El escultor acabó su trabajo un martes y el viernes zarpaba su barco para Sevilla.
Entonces le dijo al muchacho que ya no lo necesitaba, pero que acudiera el viernes a despedirse. El grumete le preguntó cabizbajo si no podría acompañarlo a Sevilla y trabajar como ayudante suyo.
-Lo pensaré-le contestó el maestro imaginero- hablaremos el viernes.
El viernes, antes de zarpar el escultor cogió al muchacho de los hombros y le dijo:
-Mira hijo, no puedo pagar tu pasaje a España, pero si consigues llegar a Sevilla, pregunta por mi y serás bien recibido en mi taller.
El grumete Mac Farrell, ya se volvía decepcionado, cuando el maestro le dijo:
–Te he dejado un regalito en la taberna; a lo mejor te echa una mano para llegar a Sevilla.le dijo guiñándole un ojo.
En la taberna encontró un regalo sorprendente: envuelta en un delicado paño de terciopelo rojo había una mano de madera pintada del mismo color que su piel y de la misma medida que su mano derecha. Era una mano izquierda exactamente igual que la del san José que había estado ayudando a pintar. Llevaba unas correas de cuero para sujetarla al brazo.
Sin perder un instante, con la maravilla brillando en sus ojos, se la ató y bajó la manga de su camisa.
El efecto era extraordinario, parecía de verdad. La gente del puerto pensaba que se había producido un milagro. Después de la sorpresa inicial, empezó a correr la voz de que era una mano de santo y quizá haría milagros.
Para él sí que resultó milagrosa de verdad, porque la gente le pedía que los tocara con aquella mano de madera, mientras susurraban los deseos más peregrinos.
Al poco tiempo empezaron a contarse leyendas sobre él: unos decían que era capaz de detener los huracanes levantando la mano izquierda, otros que curaba el mal de ojo, más de uno afirmaba haber sanado de males incurables…
No pasó mucho tiempo hasta que reunió suficiente dinero para el pasaje hacia Sevilla.
Cuando llegó pasó días y noches preguntando por el taller de su maestro y amigo, hasta que, por fin , lo encontró.
El escultor, cuando lo vio en la puerta de su taller, exclamó con los brazos abiertos:
-¡Sabia que vendrías!
Lo aceptó como aprendiz en el taller y le enseñó todos los secretos del arte de esculpir. Con los años se convirtió en un escultor, en un imaginero maravilloso, especialista en tallar manos.
Pero un día, como aquella mano de San José, se le había quedado pequeña, se hizo una nueva y lanzó la vieja al Guadalquivir, para que el río la llevase al mar, como una especie de pequeño tributo a las olas que lo habían llevado y traído de una parte a otra del mundo.
Y el mar, después de años y años, quizá cansado de las cosquillas que le hacía la mano, la trajo hasta mi playa esta madrugada y la depositó suavemente en la arena.
1 comentarios:
Guau, vaya relato bonito.
No soy persona de muchas palabras, pero la ocasión bien lo merece. Felicitaciones al autor.
Abrazos para el resto.
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