Me llamaron y me quedé de piedra. Mi tío, mi tío abuelo José; tenía alzheimer. ¿Desde cuándo? Ni idea. ¿En qué fase está? Ni idea tampoco.
Mientras conducía hacia el pueblo iba recordando mi infancia unida a mi tío José. Con su sombrero metido a rosca, era único de su generación que sabía escribir, el único del pueblo de su edad diría yo como decía él. Lo hacía con una letra rendodita, regular, recta, como medida al milímetro, caracter a caracter. A veces sorprendía con una mayúscula que convertía en capital con ribetes y florituras que ocupaban más allá de tres renglones abajo. Me enseñó, al sol que cae en la puerta de su casa, a dibujar mi nombre antes de aprender a escribirlo. Me enseñó a jugar con un punto que era una pelotita que caía por las letras de una revista o periódico ya leído, y dejaba un rastro que caía y jugaba rebotando en las m, o ascendiendo al surcar la curva de la g o cambiando el sentido en cada c...
Tenía escrito un diario de toda su vida. Día a día desde que aprendió a escribir. Allí estaban atrapados su primer día de escuela, su amigo de toda la vida, la primera vez que había visto a mi tía abuela Adela... Su vida, día a día. Era un regalo para la vista por aquella manera especial de escribir y un regalo para el alma por aquella manera de redactar, de colocar las palabras siempre justas, exactas, delicadas.
Estaba sentado cuando llegué, al lado de la ventana. No dijo mi nombre. Sonrió mientras lloraba. Salimos a la puerta y nos sentamos mirando a la montaña. Comencé a contarle una historia que él me contó muchas veces de aquella sierra ahora pelada. Comenzó a corregirme según me iba confundiendo, al principio por falta de mi memoria, después conscientemente.
Me levanté y de su cuarto cogí uno de sus diarios: 1972, el año en el que nací. Cogí también 1984 y 1941. Al salir los abrí. La enfermedad había humedecido sus hojas, había emborronado las letras, las palabras, lo que decían, pero aún así comencé a leer aquello que entendía. Él, escuchaba y de vez en cuando hablaba de lo que yo leía, y ratificaba o traducía esa palabra que a penas se podía leer.
Durante la mayoría de los fines de semana de cuatro años releímos una vida ya vivida. Abríamos los diarios, sus páginas se aireaban, se secaban al sol que daba en la fachada de la casa de mi tío José.
La enfermedad había dejado una sombra negra que transversalmente cruzaba su vida borrando por completo algunas partes inconexas, pero la mayoría de su vida era legible, recordable, revivible.
Mi tío murió recordando quién era, a quién había amado, y cuán feliz había sido en su vida, a pesar de que el tiempo y aquella enfermedad, se empeñara en humedecer sus recuerdos, en emborronarlos. Pero no contaron con mi voz, ni con el sol, ni con el tiempo que dan las tardes de sábado ni las mañanas de domingo ni las noches de verano.
Mi tío murió como yo siempre lo recordé: feliz.
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