¡Qué desgracia! Todo lo que era redondo, perfecto,
tus pupilas donde me ahogo cada noche,
las manchas de las botellas de vino sobre el mantel,
esas ollas donde mi madre cocinaba las albóndigas del domingo,
las ondas que dibujaban las gotas de lluvia en los charcos frente a tu casa,
el trasero de la mujer del frutero, majestuoso entre tomates y naranjas,
las sandías de verano a punto de reventar de jugo,
todo palideció aquella noche cuando salió ella,
aquella luna tan llena.
Tan redonda era, tan arrebatadoramente esférica,
que desde entonces lo demás me parece ligeramente ovalado.
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