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foto de Félix Albo

TORMENTA

TORMENTA

Ya sale el sol. Las nubes despejan el cielo y la tormenta es solo un mal recuerdo.
Cómo rugía... Como una fiera viva y rabiosa.
¿Quién dice que una tormenta no está viva? Cómo no va a estarlo, si puede pensar y tomar decisiones. Tiene que estar viva y ser inteligente para escoger con tanto tino sus objetivos entre tanto alarde de violencia furiosa. Si entre tanto grito y puñetazo, si entre truenos y relámpagos y ráfagas de viento, puede alargar unos brazos precisos y escoger qué se salva, y desperdigar por el suelo malos cuentos y pésimos poemas.
Mira la tinta corrida, las hojas pegadas. Ni siquiera voy a poder repasarlos, mucho menos corregirlos. Eso sí, sé que cuando lea las pocas páginas que no ha empapado, apenas tendré que hacer cambios menores, que estarán pulidas como cantos de río, brillantes como el sol que seca este pequeño desastre.

¿A qué otros visitará la tormenta? Y ¿para qué? Puede que sólo sean escritores y a la tormenta nada más que le interese la crítica literaria. Pero podría ser que también, aquí y allá, tumbe caballetes, desencuaderne tesinas y hienda imágenes talladas. Acaso una torre herida por el rayo sea su manera de juzgar al arquitecto o de hacer urbanismo.

Ojalá que no, o habría que preguntarse qué quiere decir la tormenta cuando las avenidas arrasan un poblado y a quién censura con su rastro de destrucción.

Manolo Shamán

esos papeles

Como viejos papeles han quedado nuestras vidas / dolidas y partidas / silenciosas / sin secuencias / balbuceando la muerte / bajo sombras mentirosas.

Sin título



Mi mano quiso arrancarme el dolor del pecho
y arrojó al piso las páginas del cuento que inventamos juntas.


Las hojas esparcidas me contaron
que así no quedaría en paz con el pasado.

Joaquín, 82

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Cuando oigo caer la piedra negra sobre el tejado,
siento aún los brazos del gigante y la aspiración del lobo.
Cuando cae la piedra clara,
solo en la descomposición me reconozco.
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BAILANDO BAJO LA LLUVIA

Llueve.

Bailo bajo la lluvia.

Mi cabellos de desenredan y mi mente se ilumina.
Mis hombros se alivianan mientras el agua se desliza por los brazos hasta escurrirse por los dedos.


Llueve.
Bailo bajo la lluvia.

Mi pecho y la espalda dejan que el agua les recorra.
Mis caderas y mi sexo se sienten libres.
El agua va arrastrando palabras que conviven conmigo desde hace algún tiempo.
Y mis piernas, poco a poco, se vuelven ligeras.



Cesa la lluvia
En los charcos, como barcos que navegan a la deriva, aquellas pesadas palabras se van volviendo borrosas, perdiendo su fuerza y nitidez.
Y yo camino liviano, casi flotando, hasta recuperar mis alas.

Volátil

El sol deshizo las manos en sudor. Las gotas traspasaron las hojas caídas, en desorden, sobre el febril suelo de azulejos que evaporaría sus palabras.

Sin título

Las piratas modernas se descuidan
dejan los mapas de sus tesoros al airesol
y pasa lo que pasa.
¡A ver quién sigue la pista luego de todo lo perdido!

SIN TÍTULO


Será porque escribía con tinta azul.

O será porque escribía sobre el mar.

O será porque hay tantas cosas inexplicables.

Primero fue el olor, húmedo,
a salitre, algas, peces,
que se adhería a su piel como un vestido ceñido.

Luego respiró a bocanadas un aire nuevo:
le supo a horizonte.

Los papeles flotaron, fueron islas.

Todo lo demás, agua,
infinita, abismal agua.

Y ella,
repentinamente,
navegante,
pez,
irremisiblemente,
sirena.

CUNETA

Con un compañero de trabajo, contador de historias como yo, en una de nuestras conversaciones nocturnas sin prisa, empezamos a hablar de esas sesiones especiales, que te dejan un sabor a hierbabuena o un olor a espliego o a tierra mojada que te relaja el alma y vuelves a casa grande y pequeño a la vez.

La suya, la más especial, fue en un pueblecito de León de 23 habitantes. Bueno no fue en el propio pueblo, fue en una ermita que estaba a cinco kilómetros de las casas del pueblo. Hasta allí, dando un paseo, le acompañaron nueve mujeres y dos hombres rondando todos los setenta y poco años. Se sentaron a las puertas de la ermita rodeada de cuatro o cinco manzanos mortecinos y tan poco cuidados como el edificio. La tarde se llenó de historias, de risas y de algún silencio largo. Historias de ayer, de antes de ayer, de uno o de otro, de cualquiera con nombre o sin él. La tarde se llenó de la vida de otros que tampoco dista tanto de la de uno. Comenzaron el regreso según caía la tarde. Regresaron por otro camino mientras mi compañero iba contando la persecución interminable de Orión a Tauro, o la caza de los pieles rojas que dan a la Osa Mayor en otoño tiñendo de rojo sangre los bosques caducos del Canadá.

De repente todos se detuvieron, en silencio, mirando a la cuneta. Mi amigo se detuvo también, calló, miró a la cuneta y volvió a mirar al grupo. Ya no estaba.

En su lugar había nueve niñas y dos niños que miraban con los ojos grandes a aquella cuneta. Once niños que regresaban de excursión con su maestra, bajaban de la ermita, cantando la alegría de ser niños y vivir cerca en un monte precioso. Once niños que acaban de ver cómo daban un tiro a su maestra por ser solo eso; por ser todo eso: maestra. Once niños a los que les tiraron al suelo sus libretas. Y vosotros no habéis visto nada -les dijeron. Once niños de entonces que lloraban sobre sus libretas arrojadas en el camino; lloraron niños como ahora lo volvían a hacer viejos.

Después nos mataron al cura también- dijo uno de ellos.

Sí, -continuó otra- en esta guerra que ganaron los curas y perdieron los maestros, a nosotros nos quitaron al cura y a nuestra maestra.

En silencio regresaron al pueblo y mientras las estrellas agujereaban la noche, mi compañero entendió que no solo les habían quitado al cura, y a la maestra. Les habían robado la infancia. Les habían anudado la libertad de contarlo, de decirlo, de dolerlo. Y con ese nudo habían seguido y seguían caminando.

De eso hace ya seis años y solo alguien como él podría haber convencido a la gente de ese pueblo para celebrar algo así. Cada año, cada fin de semana cercano al once de junio vuelve al pueblo donde ya le esperan los siete que quedan de aquellos once con alguno de sus hijos, nietos, vecinos y hacen una especie de romería a la ermita donde juegan y cantan aquella época, miman aquellos manzanos que viejos han vuelto a dar fruto y a la vuelta, dejan flores de lavanda en aquella cuneta.
No es un acto político. Es un acto honorífico. Celebran recordar aquello que nunca debió ocurrir para no olvidarlo. Celebran poder celebrarlo.

Me hizo saber que le encantaría que contara esta historia. Quizá invitemos a deshacer muchos nudos que aún quedan por ahí -me dijo. Y yo la cuento por eso, por desanudar. Y porque creo que estamos hechos de memoria. Y aquello que se olvida se pierde, se borra, se enmudece; pero aquello que se obliga a olvidar, paradójicamente se recuerda.

Buscar el olvido es hallar el recuerdo.

PAPEL MOJADO

Me llamaron y me quedé de piedra. Mi tío, mi tío abuelo José; tenía alzheimer. ¿Desde cuándo? Ni idea. ¿En qué fase está? Ni idea tampoco.

Mientras conducía hacia el pueblo iba recordando mi infancia unida a mi tío José. Con su sombrero metido a rosca, era único de su generación que sabía escribir, el único del pueblo de su edad diría yo como decía él. Lo hacía con una letra rendodita, regular, recta, como medida al milímetro, caracter a caracter. A veces sorprendía con una mayúscula que convertía en capital con ribetes y florituras que ocupaban más allá de tres renglones abajo. Me enseñó, al sol que cae en la puerta de su casa, a dibujar mi nombre antes de aprender a escribirlo. Me enseñó a jugar con un punto que era una pelotita que caía por las letras de una revista o periódico ya leído, y dejaba un rastro que caía y jugaba rebotando en las m, o ascendiendo al surcar la curva de la g o cambiando el sentido en cada c...

Tenía escrito un diario de toda su vida. Día a día desde que aprendió a escribir. Allí estaban atrapados su primer día de escuela, su amigo de toda la vida, la primera vez que había visto a mi tía abuela Adela... Su vida, día a día. Era un regalo para la vista por aquella manera especial de escribir y un regalo para el alma por aquella manera de redactar, de colocar las palabras siempre justas, exactas, delicadas.

Estaba sentado cuando llegué, al lado de la ventana. No dijo mi nombre. Sonrió mientras lloraba. Salimos a la puerta y nos sentamos mirando a la montaña. Comencé a contarle una historia que él me contó muchas veces de aquella sierra ahora pelada. Comenzó a corregirme según me iba confundiendo, al principio por falta de mi memoria, después conscientemente.

Me levanté y de su cuarto cogí uno de sus diarios: 1972, el año en el que nací. Cogí también 1984 y 1941. Al salir los abrí. La enfermedad había humedecido sus hojas, había emborronado las letras, las palabras, lo que decían, pero aún así comencé a leer aquello que entendía. Él, escuchaba y de vez en cuando hablaba de lo que yo leía, y ratificaba o traducía esa palabra que a penas se podía leer.

Durante la mayoría de los fines de semana de cuatro años releímos una vida ya vivida. Abríamos los diarios, sus páginas se aireaban, se secaban al sol que daba en la fachada de la casa de mi tío José.

La enfermedad había dejado una sombra negra que transversalmente cruzaba su vida borrando por completo algunas partes inconexas, pero la mayoría de su vida era legible, recordable, revivible.

Mi tío murió recordando quién era, a quién había amado, y cuán feliz había sido en su vida, a pesar de que el tiempo y aquella enfermedad, se empeñara en humedecer sus recuerdos, en emborronarlos. Pero no contaron con mi voz, ni con el sol, ni con el tiempo que dan las tardes de sábado ni las mañanas de domingo ni las noches de verano.

Mi tío murió como yo siempre lo recordé: feliz.

EL MAR DE LÁGRIMAS

La historia, era tan triste que se ahogó en sus propias lágrimas. Pero de los cuentos no hay manera de deshacerse, son tenaces, casi immortales, se aferran a la vida con adverbios y subordinadas y aquel mar de lágrimas acabó transformándose en un Caribe infestado de tiburones. En un ojo de él, apareció un parche y en los de ella, que ahora eran verdes, una mirada asesina…