Vi la bicicleta a lo lejos, en medio del campo, entre viñas y brisas, recortada contra el cielo en un cambio de rasante. Mi mente, adormecida por el caminar, revoloteó fantaseando sobre quién habría podido dejarla allí en medio. Pensé en una mujer con una urgencia, solitaria entre los pámpanos, agachada, admirando el atardecer. Pensé en un chico rezagado, dejando allí su máquina harto de dar pedaladas en la bici de su hermana. Pensé en un pinchazo inoportuno y alguien esperando el paso de un coche que no pasaba. Pensé en mi primera bicicleta, vaya trasto maravilloso, ¡dónde acabaría, cuántos años! Pensé en un regalo del buen Baltasar, extraviado por un malentendido.
Al llegar al cambio de rasante, comprobé que aquella bicicleta no sólo se parecía a mi primera bicicleta, sino que era exactamente como mi primera bicicleta, con el mismo guardabarros torcido y el timbre naranja. Pero no tuve tiempo de maravillarme por entero, pues en seguida surgió entre las viñas una mujer aliviada. Los dos vimos que tomaba la curva un niño fastidiado dispuesto a recuperar la bici (aunque fuera de su hermana). Los tres nos quedamos mirando al hombre que nos pidió ayuda para desentrañar unas instrucciones de parches en chino. Los cuatro nos fijamos en aquel hombre, negro, dulcemente dormido entre la hierba con una carta en la mano, visiblemente satisfecho de haber encontrado algo importante.
Todos cogimos la bicicleta y salimos pedaleando, cada uno a sus asuntos.