PREGONES
Un día “er Chapetón” se cansó de gritar lo de “¡llevooooooo la paaaaapa!¡hay lafanta, lacolacola, ertintitodeveraaaaaaano! ¡llevo la servesita, el agua fresquiiita!” dándole a la bocina mientras arrastraba el carrito con la nevera por la playa. Y es que eso es lo que llevaba. Pero, como recalcaba en su hiperbólico idioma viñero, “me vá entrá cangrena en la boca de desí siempre lo mismo”. Y empezó a cantar otros pregones.
Lo de “er Chapetón” venía de antiguo. Ya de chico, en el colegio, lo tenían fichado todos los profesores y, menos la de Lengua, todas las profesoras. Porque Salvi era una “mijita” hiperactivo, como se llaman ahora los barrabases y batillos. Pero tratándose de la señorita Gloria, aquel demonio se transformaba en un querubín, que se bebía el azul de los ojos de su “seño” y a la vez, y sin darse cuenta, se empapaba con los vericuetos de la lengua de Quevedo. Para siempre se le quedó confundido el amor infantil por Gloria con el amor por las palabras. Y aunque nunca hicieron carrera de él ni en el colegio ni en casa, acabó convertido en poeta secreto y lector voraz. Se atrevía con los poetas más oscuros como con los más populares y en la soledad de sus lecturas, encontraba significados tan íntimos, tan poderosos y únicos que jamás pudo compartirlos con nadie. En la caja del pecho los tuvo escondidos hasta que dio con quien abriera el arca.
No se llamaba Pandora, sino Gloria, naturalmente. Y tenía los ojos verdes del mar del verano. Se conocieron en la playa, donde “er Chapetón” repartía sonrisas y bebidas para ganarse la vida. A la puesta de sol, terminado ya el trabajo, ella vino a sentarse cerca de él y compartieron cerveza y conversación. Luego, sus cuerpos. Y por último, sus palabras, sus pensamientos y sus vidas. Ella fue tirando del hilo de sus poemas enredados en el corazón y le enseñó a oírse y a entenderse. Y entonces fue cuando Salvi se destapó.
Ahora sigue por la playa con su carro y sus bebidas, pero para evitar que la boca le sepa a corcho, saca sus palabras más relucientes, sus imágenes más vibrantes y las pregona como si en vez de vendedor de bebidas y papas fuera un profeta del verbo, un aedo milenario, un bardo de la orilla. Los bañistas ya saben lo que lleva, así que esperan al final de cada recitado para acercarse a comprar. A veces, hay aplausos y alguna que otra petición. Hasta hay quien deja diez euros por una cerveza y la vuelta “pal bote”. Sólo una vez volvió a su antiguo pregón. Una patera embarrancó en el rompiente a mediodía. Mientras la gente de la playa daba de beber y repartía tortillas y sandía entre los recién llegados, “er Chapetón” vio acercarse los jeeps de la Guardia Civil y la Cruz Roja y gritó “¡Agua, aguaaaaaaa!”
Manolo Shamán
Lo de “er Chapetón” venía de antiguo. Ya de chico, en el colegio, lo tenían fichado todos los profesores y, menos la de Lengua, todas las profesoras. Porque Salvi era una “mijita” hiperactivo, como se llaman ahora los barrabases y batillos. Pero tratándose de la señorita Gloria, aquel demonio se transformaba en un querubín, que se bebía el azul de los ojos de su “seño” y a la vez, y sin darse cuenta, se empapaba con los vericuetos de la lengua de Quevedo. Para siempre se le quedó confundido el amor infantil por Gloria con el amor por las palabras. Y aunque nunca hicieron carrera de él ni en el colegio ni en casa, acabó convertido en poeta secreto y lector voraz. Se atrevía con los poetas más oscuros como con los más populares y en la soledad de sus lecturas, encontraba significados tan íntimos, tan poderosos y únicos que jamás pudo compartirlos con nadie. En la caja del pecho los tuvo escondidos hasta que dio con quien abriera el arca.
No se llamaba Pandora, sino Gloria, naturalmente. Y tenía los ojos verdes del mar del verano. Se conocieron en la playa, donde “er Chapetón” repartía sonrisas y bebidas para ganarse la vida. A la puesta de sol, terminado ya el trabajo, ella vino a sentarse cerca de él y compartieron cerveza y conversación. Luego, sus cuerpos. Y por último, sus palabras, sus pensamientos y sus vidas. Ella fue tirando del hilo de sus poemas enredados en el corazón y le enseñó a oírse y a entenderse. Y entonces fue cuando Salvi se destapó.
Ahora sigue por la playa con su carro y sus bebidas, pero para evitar que la boca le sepa a corcho, saca sus palabras más relucientes, sus imágenes más vibrantes y las pregona como si en vez de vendedor de bebidas y papas fuera un profeta del verbo, un aedo milenario, un bardo de la orilla. Los bañistas ya saben lo que lleva, así que esperan al final de cada recitado para acercarse a comprar. A veces, hay aplausos y alguna que otra petición. Hasta hay quien deja diez euros por una cerveza y la vuelta “pal bote”. Sólo una vez volvió a su antiguo pregón. Una patera embarrancó en el rompiente a mediodía. Mientras la gente de la playa daba de beber y repartía tortillas y sandía entre los recién llegados, “er Chapetón” vio acercarse los jeeps de la Guardia Civil y la Cruz Roja y gritó “¡Agua, aguaaaaaaa!”
***
Manolo Shamán
SUFICIENTEMENTE LEJOS
Hola Manuel.
Te habrás dado cuenta de que no estoy en casa. Espero.
En el aeropuerto salté al primer avión que volaba lo suficientemente lejos.
Te habrás dado cuenta de que hay muchas cosas por el suelo. Supongo.
Estuve a punto de tirarme yo misma.
Por eso salí corriendo.
Corriendo ya sin frenos.
Al amanecer de esta larga noche he ido al mar.
Tendida, me agarraba a la arena con todo mi cuerpo.
Quería aferrarla, sentirla, retenerla,
pero de mis manos se escabullía, de mi piel se resbalaba.
Me he dado cuenta de que eso, exáctamente, es lo que me ha pasado contigo.
Una voz de hombre abrió un paraguas para mi lluvia de lágrimas.
-¿Está bien señora?
De sus ojos interminables mi mirada viajó hasta el carro que arrastraba con sus propias manos.
-Lo llevo desde hace diecisiete años. Es para que la gente arroje a él lo que ya no le sirve.
¿Usted tiene algo?
-¿Cualquier cosa?
-Claro señora. Lo que ya no le sirva.
No pude apartar mis ojos del pozo de los suyos.
Suspendida en el tiempo
me dí cuenta de que en su carrito podría dejar
el miedo.
Miedo a mirar. Y a ver.
Miedo al horizonte.
Miedo a no creer.
Miedo al espejo.
Miedo a sentir miedo.
Miedo al vértigo. A saltar. A no volver.
Miedo a olvidar. Y a recordar.
Miedo a mis manos. Al reloj.
Miedo a la niebla. A encontrarme.
Miedo.
Sólo miedo.
Implacable.
Inservible.
Cárcel.
Miedo.
-¿Le pesará mucho?
-No señora, pierda cuidado.
Ahora que lo veo alejarse en el horizonte de arena, una sonrisa se dibuja en mi cara
y me he dado cuenta de que ahora
puedo decirte
Adiós
Te habrás dado cuenta de que no estoy en casa. Espero.
En el aeropuerto salté al primer avión que volaba lo suficientemente lejos.
Te habrás dado cuenta de que hay muchas cosas por el suelo. Supongo.
Estuve a punto de tirarme yo misma.
Por eso salí corriendo.
Corriendo ya sin frenos.
Al amanecer de esta larga noche he ido al mar.
Tendida, me agarraba a la arena con todo mi cuerpo.
Quería aferrarla, sentirla, retenerla,
pero de mis manos se escabullía, de mi piel se resbalaba.
Me he dado cuenta de que eso, exáctamente, es lo que me ha pasado contigo.
Una voz de hombre abrió un paraguas para mi lluvia de lágrimas.
-¿Está bien señora?
De sus ojos interminables mi mirada viajó hasta el carro que arrastraba con sus propias manos.
-Lo llevo desde hace diecisiete años. Es para que la gente arroje a él lo que ya no le sirve.
¿Usted tiene algo?
-¿Cualquier cosa?
-Claro señora. Lo que ya no le sirva.
No pude apartar mis ojos del pozo de los suyos.
Suspendida en el tiempo
me dí cuenta de que en su carrito podría dejar
el miedo.
Miedo a mirar. Y a ver.
Miedo al horizonte.
Miedo a no creer.
Miedo al espejo.
Miedo a sentir miedo.
Miedo al vértigo. A saltar. A no volver.
Miedo a olvidar. Y a recordar.
Miedo a mis manos. Al reloj.
Miedo a la niebla. A encontrarme.
Miedo.
Sólo miedo.
Implacable.
Inservible.
Cárcel.
Miedo.
-¿Le pesará mucho?
-No señora, pierda cuidado.
Ahora que lo veo alejarse en el horizonte de arena, una sonrisa se dibuja en mi cara
y me he dado cuenta de que ahora
puedo decirte
Adiós
ELLA LE VE
Un hombre camina. Arrastra un carro como quien arrastra el mundo entero. Pisa arena. Las olas rompen contra la orilla con ruidosa monotonía. El hombre apenas siente la humedad en la piel ni el olor a yodo y sal. Todo es costumbre mansa.
Pero ella le ve. Cada día.
Todos los días recorriendo el mismo camino.
Todos los días idénticos.
Quizá sólo ella perciba los levísimos cambios: en la profundidad de la huella en la arena, en la alegría del golpe del pie en el suelo, en el volumen del ronroneo con el que el hombre aligera el camino. Los días se parecen tanto unos a otros. Sólo el hombre, ella lo sabe, cada vez es distinto: hoy, alegre o triste o pensativo, mañana quién sabe, y siempre, cada vez más viejo.
Ella le ve. Le gusta ser testigo de sus pasos. Conoce la talla de su pie, la medida exacta de su paso, el peso de su piel y sus huesos, le sabe hasta la ropa y el parche nuevo en la llanta.
Ella le ve.
Le ve cada día arrastrando el carro lleno de algas. Le ve pasar a su lado.
Ella le ve y le llama.
Le acaricia tímida los pies casi desnudos.
Le hace señas de azul y espuma.
Ella, la mar, se sabe simplemente enamorada.
Me voy
Se despiden mis pies de la arena tibia, de este lado del mundo tampoco he encontrado nada. La sonrisa de mi madre y los abrazos de mis amigos van en esta caja, pero según avanzo se me chorrean entre las rajaduras, quedando regadas en gotitas de nostalgia en mi camino solitario. Pero se quedan impregnados impertinentes, en los rastros sucios de los vértices y la tapa, los desprecios y las malas miradas.
Este lado del mundo no es el mío. Volveré a navegar en balsas de sueños hacía otro lado, a otro mundo donde mis pies descalzos no importen, donde mi color de piel y mi acento tampoco me cierre las puertas. Donde un papel no valga más que mis tantos sueños y mis ganas de vivir el mundo. Seguiré navegando en balsas de sueños hasta que me encuentre con la muerte.
Este lado del mundo no es el mío. Volveré a navegar en balsas de sueños hacía otro lado, a otro mundo donde mis pies descalzos no importen, donde mi color de piel y mi acento tampoco me cierre las puertas. Donde un papel no valga más que mis tantos sueños y mis ganas de vivir el mundo. Seguiré navegando en balsas de sueños hasta que me encuentre con la muerte.
Servicio de recogida
Quiere el capricho caótico de las corrientes marinas que multitud de botellas acaben en las playas de este lugar. De esas botellas agónicas con mensaje dentro, voces mudas, desesperación de náufragos. Tantas, que suponían una verdadera incomodidad para lugareños y foráneos. Encargaron su recogida, acarreo, clasificación y archivo al viejo Jonás, ballenero jubilado.
En la soledad nocturna de su cabaña, mientras relee y ordena los mensajes por continente y fecha, se conmueve.
Piensa lo bien que sienta que, todavía, aunque sea en la distancia, le necesiten a uno.
Juanalfonso Légolas, julio 2009
En la soledad nocturna de su cabaña, mientras relee y ordena los mensajes por continente y fecha, se conmueve.
Piensa lo bien que sienta que, todavía, aunque sea en la distancia, le necesiten a uno.
Juanalfonso Légolas, julio 2009
EL BUSCADOR DE TESOROS
Cada mañana, bien temprano, recorría la playa buscando los tesoros que escupía el mar. Él era capaz de reconocerlos al primer vistazo, y así, lo que para otro solo hubiera sido una triste caracola, un pedazo de madera lamido por las olas, o un simple coco venido de sabe dios que isla perdida, para él eran preciosos tesoros.
Los atesoraba en su cabaña, sobre cuyo dintel lucía rimbombante un pomposo título: “MUSEO DE LAS COSAS DEL MAR”. No siempre tenía suerte, a veces se iba de vacío a casa, el mar, mezquino, no había querido regalarle nada. En cambio otras, el mar era tan generoso, que suplía con creces las carencias de otros días. El mar era así, imprevisible. Una vez acabada su ronda por la playa, volvía a su cabaña, limpiaba y adecentaba el tesoro que hubiera encontrado y lo colocaba en un pequeño estante colgado de una de las paredes de su cabaña.
La cabaña no era muy grande, y a veces, conforme iban llegando nuevos tesoros, tenía que quitar alguno de los viejos y guardarlo en un arcón, nunca tirarlo, eso jamás. Después, durante el día, se dedicaba a tallar con una gubia un título en una pequeña tablilla de madera, y mientras pensaba y tallaba el título para aquel precioso objeto, iba tallando también la historia que le inventaría. Lo tocaba, lo olía, lo escuchaba en fin, y aquel tesoro le contaba su historia. Luego, por la noche, él mostraba orgulloso su reciente adquisición para el museo y contaba el cuento que aquel tesoro escondía. Los lugareños se acercaban cada noche a escuchar la nueva historia del viejo Manuel y le regalaban unas frutas, un plato de frijoles, alguna cerveza, unas monedas… lo suficiente para llevar una buena vida, aquella que él había elegido: la de buscador de tesoros.
Yo estuve una vez allá, (¿Qué importa cuando, que importa por qué?) aquel día el mar había sido generoso y le había regalado una mano de madera. Estaba un poco maltrecha, el tiempo, la sal, y algunos pequeños moluscos se había cebado con ella, pero a pesar de todo lucía hermosa y enigmática y tuve la suerte de escuchar su historia, la que la mano le contó a Manuel:
LA MANO
Hará cosa de unos doscientos años, un grumete irlandés llamado Ian Mac Farrell, que pertenecía a la tripulación de un barco inglés, tuvo la estúpida idea de meter la mano en el agua mientras su bote desembarcaba en el puerto de la Habana. Un tiburón se la llevó de un bocado.
Le hicieron un torniquete, le cortaron la hemorragia y lo llevaron a puerto. Allí, un médico español, curtido en diversas batallas, le curó la herida y le salvó la vida, pero le dijo que en una buena temporada no podría navegar.
Su barco zarpó, no podía esperar a que se recuperase y el muchacho se quedó allá, varado en el puerto de la Habana.
Cualquier otro, a miles de quilómetros de su hogar, sin nadie a quien recurrir y sin hablar ni una palabra de otra cosa que no fuese su inglés portuario, se hubiese hundido, pero aquel muchacho que lucía una cabellera tan roja como las de las mazorcas de maíz, era inteligente, simpático y despierto. Tenía la cara llena de pecas y tal desparpajo que en un periquete aprendió a hablar español con un acento súper gracioso y se hizo muy popular en el puerto. Se ganaba la vida llevando recados arriba y abajo y ayudando donde podía con su única mano.
Un día llegó un barco desde Sevilla; en él viajaba un escultor de imágenes religiosas. Venía con un San José de madera que le habían encargado desde la diócesis de san Cristóbal de la Habana para la capilla dedicada al santo.. Estaba sin pintar porque el escultor era muy meticuloso y pensaba que el aire del mar o los golpes podrían estropear su estatua en el viaje y quería pintarla al llegar a Cuba.
El muchacho cuando vio aquella imagen de san José, le miró las manos sin pintar, sobretodo la mano izquierda, que era la que a él le faltaba, y le pareció maravillosa.
Inmediatamente se ofreció a el escultor para trabajar con él de ayudante, pero este lo rechazó, necesitaba alguien que pudiese usar las dos manos. El muchacho se entristeció mucho, pero, a pesar de eso cada tarde iba a ver como pintaba la imagen.
Al cabo de una semana, el escultor, conmovido, lo contrató porque no había encontrado a nadie que machacara las tierras y mezclara los pigmentos.
Durante un mes el muchacho estuvo trabajando sin pedir nada a cambio, solo comida y un rincón donde dormir. Pero el escultor no era ciego y veía como miraba y como acariciaba delicadamente las manos de la imagen, sobretodo la izquierda.
El escultor acabó su trabajo un martes y el viernes zarpaba su barco para Sevilla.
Entonces le dijo al muchacho que ya no lo necesitaba, pero que acudiera el viernes a despedirse. El grumete le preguntó cabizbajo si no podría acompañarlo a Sevilla y trabajar como ayudante suyo.
-Lo pensaré-le contestó el maestro imaginero- hablaremos el viernes.
El viernes, antes de zarpar el escultor cogió al muchacho de los hombros y le dijo:
-Mira hijo, no puedo pagar tu pasaje a España, pero si consigues llegar a Sevilla, pregunta por mi y serás bien recibido en mi taller.
El grumete Mac Farrell, ya se volvía decepcionado, cuando el maestro le dijo:
–Te he dejado un regalito en la taberna; a lo mejor te echa una mano para llegar a Sevilla.le dijo guiñándole un ojo.
En la taberna encontró un regalo sorprendente: envuelta en un delicado paño de terciopelo rojo había una mano de madera pintada del mismo color que su piel y de la misma medida que su mano derecha. Era una mano izquierda exactamente igual que la del san José que había estado ayudando a pintar. Llevaba unas correas de cuero para sujetarla al brazo.
Sin perder un instante, con la maravilla brillando en sus ojos, se la ató y bajó la manga de su camisa.
El efecto era extraordinario, parecía de verdad. La gente del puerto pensaba que se había producido un milagro. Después de la sorpresa inicial, empezó a correr la voz de que era una mano de santo y quizá haría milagros.
Para él sí que resultó milagrosa de verdad, porque la gente le pedía que los tocara con aquella mano de madera, mientras susurraban los deseos más peregrinos.
Al poco tiempo empezaron a contarse leyendas sobre él: unos decían que era capaz de detener los huracanes levantando la mano izquierda, otros que curaba el mal de ojo, más de uno afirmaba haber sanado de males incurables…
No pasó mucho tiempo hasta que reunió suficiente dinero para el pasaje hacia Sevilla.
Cuando llegó pasó días y noches preguntando por el taller de su maestro y amigo, hasta que, por fin , lo encontró.
El escultor, cuando lo vio en la puerta de su taller, exclamó con los brazos abiertos:
-¡Sabia que vendrías!
Lo aceptó como aprendiz en el taller y le enseñó todos los secretos del arte de esculpir. Con los años se convirtió en un escultor, en un imaginero maravilloso, especialista en tallar manos.
Pero un día, como aquella mano de San José, se le había quedado pequeña, se hizo una nueva y lanzó la vieja al Guadalquivir, para que el río la llevase al mar, como una especie de pequeño tributo a las olas que lo habían llevado y traído de una parte a otra del mundo.
Y el mar, después de años y años, quizá cansado de las cosquillas que le hacía la mano, la trajo hasta mi playa esta madrugada y la depositó suavemente en la arena.
SI RESPIRAS Y MIRAS
Un hombre arrastra su carro.
El mar le susurra al oído.
La arena le invita a seguir.
Su caminar es lento, pero firme.
Su andar deja huellas que las olas hacen desaparecer
borrando hasta el último instante de lo vivido.
Si le espías desde lejos, para no interrumpir su soledad,
verás un hombre arrastrando un carro vacío.
Un hombre dejando su memoria en el agua salada.
Pero si respiras profundo y miras bien,
verás a un hombre que camina sin rumbo fijo.
Buscando el lugar adecuado para construir su castillo de arena.
Acompañado de un carro lleno de sabiduría.
El mar le susurra al oído.
La arena le invita a seguir.
Su caminar es lento, pero firme.
Su andar deja huellas que las olas hacen desaparecer
borrando hasta el último instante de lo vivido.
Si le espías desde lejos, para no interrumpir su soledad,
verás un hombre arrastrando un carro vacío.
Un hombre dejando su memoria en el agua salada.
Pero si respiras profundo y miras bien,
verás a un hombre que camina sin rumbo fijo.
Buscando el lugar adecuado para construir su castillo de arena.
Acompañado de un carro lleno de sabiduría.
el mundo
Voy a ver el mundo con mi pobreza a cuestas, sin prudencia y con hambre, siempre con hambre, la pobreza es necesaria para la búsqueda, hay algo de desazón, de necesidad no satisfecha, de hambre metafísica, a la manera de la patafísica de Cortázar, un mundo por recorrer y ninguna herramienta para hacerlo, y eso si, siempre, llevar un perro compañía, que alimentamos por encima de nosotros mismos, tanta pobreza y alimentás un perro, te dirán, y vos sabrás que cada pedazo de comida representa la ilusión de otra vida, de un lugar mas grato, menos peligroso. Todo cabe ahí, en una carreta donde si naufragás, el material de tu presencia, abandonará al inmaterial, ahora solo estarás vos, si es que sobreviviste, mirando el atardecer que sucede a pesar de tu tristeza y de tus naufragios.