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Pedrito, Pedro, Don Pedro.

Cuando todos jugábamos en la plaza del pueblo, Pedrito siempre tenía que ganar, no sabíamos cómo lo conseguía, pero con su pelo pegado a la cara y sus pantalones cortos, lograba siempre quedar por encima de todos. Y cuando parábamos el juego un momento, se acercaba a los más canijos y nos daba capones con su barbilla, mientras nos miraba con esa sonrisa inquietante. Algunos creíamos que cualquier día, lograría hacernos un agujero en la cabeza y nuestro cerebro se esparciría como la lava, por las calles de pueblo.

En el momento que supo que ya no crecería más, Pedro se fue un día a la capital, y volvió más alto. Había encargado unos zapatos con alzas, de esa manera podía seguir mirando a todo el pueblo por encima del hombro. Afortunadamente ya no nos daba capones con la barbilla, pero aún así, nadie se atrevió nunca a decirle nada de sus zapatos.

Don Pedro se paseaba por el pueblo como un pavo real, cada vez con la barbilla más alta, apuntando al cielo. Se enfureció cuando, por ordenanza municipal, le impidieron construir su casa más alta que las demás. Después de construida su casa, todos pensamos que por fin habíamos ganado la batalla.

La ilusión acabó una mañana de domingo. Todo el pueblo se dirigía hacia la iglesia, y alguien escuchó una voz que venía desde el cielo. Poco a poco nos agolpamos todos allí, frente a la casa de Don Pedro, nadie decía nada, todos mirando al cielo, pero sin verlo, porque en mitad del recorrido nos encontramos a Don Pedro, subido sobre una rama que salía por las paredes de su casa, más gordo que nunca, con la barbilla que se le salía de la cabeza. Cuando tuvo a todo el pueblo bajo su mirada, gritó “Ahora veo lo insignificantes que sois todos”, y soltó una gran carcajada, que se ahogó por otro sonido mucho más seco. La rama cedió. En un momento la dirección de nuestras miradas cambió de lo más alto a lo más bajo.

Desde entonces, todos los domingos el pueblo entero se reúne para mirar con la cabeza bien alta a Don Pedro, Pedro, Pedrito.

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