Ahí estás. Bastaría acercarme, estirar un brazo y luego el otro, levantarte y atraerte hacia mi pecho.
Tengo ganas de besar tu imprevisible nariz, seguir luego hasta tus dedos y olvidar quién tocó a quién por vez primera.
Pero de tanto tener, tengo miedo: puede que tus hilos y los míos se confundan, que se enreden o se anuden para siempre.
Por eso, sigo aquí tan quieta en mi ventana.
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