Veinte años no es nada, decía la canción favorita de su abuelo, pero no era verdad. Veinte años era casi todo. Para empezar eran dos tercios de su vida y eran el instituto, la universidad, los primeros amores, el primer sexo, su trabajo de profesora en un liceo de Buenos Aires, un matrimonio, un divorcio y un hijo. Sin contar, claro, la larga cosecha de la sin nombre. Y veinte años eran los que hacía que no había vuelto a la casa de los abuelos maternos, una alquería blanca, en medio de la huerta, con una palmera y un pozo, donde se criaban los mejores tomates que había probado en su vida. Ahora vivían en ella sus primos y la habían invitado, maravillas del Facebook.
Tenía la extraña sensación de estar huyendo, y cuando huimos necesitamos un refugio, un lugar al que escapar, real o imaginado, intentamos recuperar los recuerdos como si fuesen tesoros escondidos que una vez enterramos junto a un árbol o un pozo, y marcamos el lugar con una X en el mapa de nuestra mente, pero no se puede. Había hecho el viaje hasta Madrid sin pegar ojo, por la excitación, pero en el viaje hacia Valencia, no había podido evitar echar una cabezadita. Semidormida se veía en aquel verano de hacía veinte años, con su abuela al lado que había ido a recogerla a Madrid, y recordó aquel momento en que miraron por la ventanilla cuando el avión ya descendía y su abuela le dijo señalándole en medio de aquel patchwork de marrones y verdes:
–Mira, es aquella de allá, la que tiene una palmera delante, ¿la ves?
Cuando se asomó buscando su tesoro escondido, vio que un mar de adosados lo había inundado todo.
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