Era 15 de agosto y estaba decidida a acabar con aquel problema. Se vistió como si fuera un día de invierno. Al salir de casa de cubrió la cabeza con la capucha del plumífero y se puso las gafas de sol.
Al llegar a la playa más concurrida de la ciudad, abrió su silla plegable, se sentó de lado, sin mirar al mar, abrió un libro y respiró hondo.
Hubo miradas de sorpresa, risas contenidas y carcajadas, cuchicheos en voz baja y en voz alta. Ella se mantuvo impasible.
El tiempo corría lento, pero corría.
Por la tarde ya nadie la miraba, ni siquiera cuando pasaron junto a ella después de recoger los enseres de playa, que no las basuras.
De repente vio que estaba sola, se quitó la ropa, comenzó a leer la primera línea de la página que no había pasado en toda la mañana y se sintió feliz porque había superado su Antropofobia, ese miedo horrible a las personas que le había acompañado toda su vida.
Al anochecer se marchó de allí, otro día intentaría superar su Talasofobia, pero eso lo dejaría para otro día.
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