Se suspendió la reunión.
A primera hora se encontró, de repente, con media mañana libre. Así que sin pensarlo se acercó a la playa, se sentó en la orilla en una silla olvidada; nerviosa, sacó un libro del bolso. Un libro que empezó a leer la noche anterior y ya en sus primeras páginas quedó prendada del protagonista, por su sutileza aplicada a todos los ámbitos de la vida, por su seguridad, su sarcasmo continuo, y ya puestas, por su barba de tres días.
Al minuto con los pies desnudos en el agua vayviniente de la mar, estaba inmersa en la novela. Se olvidó por completo del paso de la media mañana y del medio día y de casi la tarde entera, hasta llegar al final, a la última palabra de la última de sus páginas.
Apenas bebió agua durante la lectura. Había estado sumergida a pleno pulmón abandonándose a la seducción del romántico protagonista.
Tan frenética fue la lectura que a ella le iba sobrando la ropa conforme pasaban las páginas y las horas.
Tan intensos fueron el deseo y la imaginación que Edgard, se materializó por primera vez en la historia de la literatura y, prendido de amor hacia su lectora, como la bella durmiente a su príncipe, anduvo merodeándola para captar su mirada.
Horas. Todo el medio día y la tarde, hasta que el sol se puso, el desdoblado protagonista caminó sin rumbo alrededor de aquella silla.
Absorta, emocionada y entregada a la historia, era incapaz de levantar la mirada siquiera cuando pasaba página.
Rendido, descorazonado y romántico decidió caminar mar adentro a pesar de desconocer cómo mantenerse a flote.
Ella, también lloró al conocer el desenlace escrito en el libro.
Sola, se vistió y marchó a casa.
Solo, el cuerpo del imaginario romántico materializado, flotaba sin vida ni tinta en el vaivén azul.
El libro al fin, fatigado por tanta intensidad, se sabía también muerto, por lo menos hasta que esos u otros ojos lo leyeran de nuevo.
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